LA ISLA DE CRISTAL
(comienzo del primer relato del libro)
Se escucharon dos golpes en la puerta rápidos, firmes, inquietantes. Eran ellos. Estaba seguro. Y venían a matarle. ¿Cuál era el sentido de mirar por la rendija y distinguir, entre otros, los inconfundibles ojos de Alberto observándole con odio tras la oscura silueta de un pasamontañas?... Eso suponía tiempo que perdería irremediablemente para él, para su salvación, que tal vez todavía era posible, para regalárselo estúpidamente a ellos, a sus verdugos.
Sin querer mirar atrás, subió las escaleras: estaba aterrado y quería avanzar deprisa, salir de allí cuanto antes, pero, como en sus peores pesadillas, cuanto más le impulsaba el deseo de correr, menos sentía que avanzaban sus piernas. Entró por la trampilla y llegó al tejado. Desde allí se divisaba casi todo el pueblo, suavemente iluminado por el sol del nuevo día. De frente, coronando un paisaje de tejas rojas y brillantes, se alzaban las cúpulas de las iglesias y las torres de los campanarios y, al otro lado, a su izquierda, se oía la respiración del mar. El mar, su único y casi constante compañero durante aquellos últimos cinco días en los que había tratado, sin conseguirlo, de volver a soñar... O no, ¡quién sabe! Tal vez era solo eso lo que hacía ahora, tal vez era eso lo único que había logrado hacer en todo aquel tiempo, ya que el rostro de los sueños no excluye la máscara de las pesadillas.
Aquella visión que, tras alzarse sobre el tejado, tuvo del pueblo fue muy parecida a lo que vio por primera vez en la foto de un folleto de promoción turística, aunque ahora ni por lo más remoto se acordara de eso y solo pensase en escapar. La muchacha de la agencia de viajes se lo había enseñado y le había hablado del lugar con sincero cariño, ya que, según le dijo, ella había estado allí. Sí, como en los últimos días, como entonces, le cautivaron los tejados relucientes y bermejos, el blanco inmaculado de las casas, las torres grises y desgastadas de los campanarios orbitadas por los vuelos de las aves marinas, el amable murmullo de las playas, la inseparable presencia del mar... La chica, además, había pasado largo rato con él hablándole de otras muchas cosas que no podían apreciarse en la instantánea: el apacible frescor de calles viejas y empedradas, la presencia vital y estimulante de flores y plantas tras las barrocas rejas de los ventanales; agua, vegetación, brisa marina, cantos de gaviota abrumando el silencio; brillo blanco de sol en las fachadas y alegría de vivir en el habla de las gentes; tranquilos cafés y pastelerías, de estilo más bien europeo, en las calles del centro de la pequeña ciudad, que contrastaban en cierta medida con el resto de las arquitecturas y decoraciones; animación festiva hasta bien entrado septiembre a causa de la afluencia de visitantes que, sin embargo, no resultaba agobiante como en otros pueblos de la costa andaluza…
— Podemos ofrecerle un hotel en el centro: el Costa del Sol, tiene un servicio inmejorable y puede sentirse muy tranquilo…
Mientras la muchacha hablaba, y sin dejar de escucharla, Joaquín proseguía ojeando folletos. De repente, descubrió una foto que, sin saber bien por qué, le llamó la atención. Era la de una coqueta urbanización para turistas de «alto standing». No se trataba, ni mucho menos, del típico complejo turístico impersonal que tanto había proliferado por aquellos lares. Las casas no eran muy altas: dos, tres pisos como máximo, e incluso guardaban una apreciable similitud arquitectónica con las del pueblo viejo: tejados rojos y a dos aguas, paredes blancas y lustrosas, ventanas enrejadas, anchas terrazas que simulaban balcones…
— ¿Qué tal aquí? — interrumpió a la muchacha señalándole la foto.
— ¿En la urbanización «La Almudaina»? Bien, sin ningún problema. Nuestra agencia gestiona la mayoría de sus apartamentos. ¿Cuándo pensaba alquilarlo?
— Dentro de poco. A mediados de octubre.
— Estupendo. E incluso le saldrá más barato ya que es temporada no baja, bajísima. Lo único que le advierto es que no va a tener demasiados vecinos. La mayoría de la gente que alquila allí apartamentos empieza a llegar a principios de abril, como muy pronto.
— No importa. Mucho mejor.
— ¡Ahora que lo pienso…! — Exclamó la muchacha con una sonrisa— Hay una familia que alquila con nosotros todos los años, desde finales de septiembre hasta casi noviembre. Si quiere, podemos ubicarle en el mismo bloque. Siempre es bueno tener vecinos.
— ¿Tienen niños?
— Sí, pero no se preocupe. Ellos estarán en el primer piso y yo le ofrezco a usted el tercero. No oirá nada, se lo garantizo. Por lo demás, el apartamento es fantástico: tiene cocina, baño, salón y dos dormitorios. La terraza da directamente al mar y al paseo marítimo: unas vistas impresionantes.
Todo sonaba perfecto. Pero lo que más le había atraído de aquel lugar, mucho antes de conocerlo, mucho antes de que la muchacha le hablara de él, había sido, simplemente, su nombre…
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